Mi abuela recorríó las calles empedradas de su pueblo tras una imagen, humillada y de rodillas, para salvar a sus hermanos de un fusilamiento cierto. Tras eso, se impuso el silencio en casa. Cada noche, de cada verano de mi infancia en el pueblo, las llamadas intespectivas a la puerta, cambiaban el semblante a mis abuelos, como la noche en que a hachazos trataron de tirar la puerta abajo, según me contaron después. Comprendí ya de mayor los saludos con la cabeza gacha cuando cruzabamos, yo de la mano, ante alguien en concreto.
Por la sangre de sus rodillas que salvo a sus hermanos, por la libertad que tan celosamente guardaron durante tantos años, como muchos otros y que terminaron reconquistando con su esfuerzo para nosotros.
Por los consejos de mi abuelo cuando me inicie en la politica donde me decia, no te metas en politica hijo, que el fin de la politica solo es el crimen politico, y yo sin hacerle caso... hasta que me di cuenta de ello mucho mas tarde.
Por ellos, que vieron el primer domingo festivo de nuestra historia allá en las minas de Riotinto, las huelgas de seis meses separados de sus familias en los cortijos que les acogieron, mientras sus padres languidecían en la lucha.
Por ellos y por mis hijos, para que no vean que tanto sufrimiento de nuestros mayores, no valió para nada, porque otros caciques utilizan los emblemas por los que ellos lucharon para en su seno, hacer lo de siempre, oprimir al que no es de su familia, ahora no de sangre pero como si lo fuera.
Porque no se esperó cuarenta años de agonias para que diera lo mismo el que estuviera arriba.
Porque aun creo en la gente y en la palabra y eso es lo que quiero legar a los que traje al mundo.
Por eso no puedo callarme.